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Si puedes ponerte hoy de puntillas, mañana volarás.

Roma y sus Vestales

Hay huellas de acero en las calles de Roma. Arte sublimado en paredes. Teatros y tragedias en arcos y columnas. Arenas de centuriones entre vastas ruinas circenses.  Hay honor y gloria. Pinceladas de genios que miran a las conciencias. Medievos convertidos en oro. Imperios danzando con la muerte.

Stendhal siente. Goethe mira. Keats observa.

Y todos los caminos siempre llegan a ella.

Ciudad eterna. De una sola luz. De rotondas imposibles. De atardeceres celestes. De Grecia y Roma, hermanadas. Arquitectura de orden imperfecto, enhebrado en escalinatas hacia el poder.

Siete colinas, siete cielos. Ocres de fuego, piedra vasta de infortunios que desafían al tiempo. El paso de la vida en un reflejo infinitesimal. Civilización y lo que queda de la verdad.

Hay huellas de barro en las calles de Roma. Hasta que la verde hierba ahoga lo mortecino de la guerra. Y la puerta gira y aparece el templo de Vesta. Y en ella, las muchachas evocan el origen, la verdad y la belleza. Callan, mirando al templo que las vio nacer.  Las conquistas vuelven, murmuran disipadas; mientras la ciudad eterna deja que la luna se ponga en el horizonte.

Vuelva, Stendhal, vuelva

Vuelva usted con la mirada inteligente e intensa ante la belleza, y describa sus sensaciones.

Santa Croce espera su flujo de entendimiento en el reino de la percepción continuada del latir intenso de un tiempo pausado. Hágale ver a los sentidos que no son herramientas pasajeras. Hágase fuerte en ese tumulto y oleaje de vibraciones que bien pudieran estar acompañados por la mansedumbre de un río sin nombre.

En nuestros días, la observación se percibe muerta. Ha caído por espanto en el ojo viciado de la imagen compartida, del aplauso fácil o por el contrario de la condena sin límites.

Podríamos pensar ahora en la vuelta a las sociedades rastreadoras, que tras un paso de miedo, necesitan simplemente el sentir firme de una soledad que no esté enmascarada y viciada. Nos han atacado las balas del desconcierto y hemos doblegado a nuestros espíritus taimados con actos de rebeldía porque la figura de la fragilidad ha vuelto a aparecer. Sentires vagos y conciencia del paso del tiempo que han dejado sin resolver la esencia de la vida. Y por ello, la lucha intermitente por ser, por ganar tiempo a ese tiempo que se reconoce como perdido.

Las estelas de la belleza, buscadas en la naturaleza, en el consumo de vivencias enlatadas por el simple hecho de dar la satisfacción de poder contarlas, récords de números, estadísticas, gestas, imágenes fragmentadas en cánones inverosímiles que arrastran a jóvenes a medirse por esas pautas inconcebiblemente dañinas…

Y en espera de ese flel reflejo de la sociedad, se conceden ciertos atisbos que nos están enseñando a reconocernos en esa fragilidad permanente que esperemos a la larga nos permitirá avanzar.

 El arte, pieza a pieza, devolverá lo que a la sociedad se le ha quitado en estos años. La capacidad de ver y sentirse reconocida. El hecho de ver y establecer nuevos diálogos del hombre con el hombre, sin artificios. Los medios que están condenados a entenderse con las vías del poder, conocerán que hay una competencia mucho mayor a la del mercado y esa es la mirada libre de la verdad y la belleza. No es necesario educar a un ojo o a un oído al que se le ha monopolizado con medias verdades. Ese ojo y ese oído verán y escucharán finalmente aquello que alimente su espíritu y no aquello que diluya su realidad en juegos alentadores de vanidades y futuras sombras.

Solapas de escarcha

De la sonrisa del abedul, según le avisaron en la recepción del hostal, no quedaban entradas. ¿No lo sabe, señor? Hace tiempo que no se llevan los cuentos de amor a cuestas. Las sonrisas de los abedules se han extinguido. Se reparte única y exclusivamente escarcha para las solapas.

Él se llamaba Andy, ella Laytone. Laytone Duglass. Provenía de las grietas de las Rocosas, de los helechos enmohecidos, como bien le había hecho creer a Andy. Y a partir de ahí, las historias eran poco más que los recuerdos que se cruzaban de sus antepasados. Él era abiertamente un seductor del silencio. Y ella, una mofeta con piernas de jirafa. Se olvidaban de la misa de los domingos para escapar de las diatribas de un empedernido borracho que les regalaba el milagro de sus plegarias empapuzadas en el whisky más añejo de toda la zona del Misisipi.

Laytone Duglass había permitido ganarse el derecho de jugar con las solapas de escarcha de Andy. Y Andy no tenía miedo de las piernas de Duglass, aunque éstas le dieran la vuelta a la cabeza como en los circos de Arkansas. Se profesaban amor. Lo que los solitarios del pueblo conocerían como un cierto cochineo de adolescentes. Se propiciaban el ritmo y el devaneo aletargado de las cigarras. Comprendían su necesidad de cerrar los huecos como las piezas de relojería del tío Arthur. La luna de los lobos, abierta en cada equinoccio de verano, temía verse enredada en los perjuros de sus largas noches de tirachinas y mandarinas.

Fueron los mejores veranos de mi vida.

Infinitesimas sombras de color

Desnudar el color a la mínima expresión significaba entender el origen etrusco de la palabra otoño: la plenitud del año.

No eran poemas, lo que escribía, no. Eran colores. Los lenguajes son tan múltiples que acaso son sólo unos pocos, los que se muestran en pura esencia. Y es ahí, donde aparecía la pintura y el pincel. Y también el silencio.

89 tonalidades de color, ochenta y nueve disecciones primarias y secundarias que daban consistencia al otoño. Matices que crecían entre arboledas y bosques encantados, mientras le asaltaba otro ciclo de pensamiento y una duda lánguida y reincidente; la de la fugacidad de la vida, que apaciguaba tras el acuerdo tácito que había hecho estos últimos años a la hora de declarar la guerra a la indolencia.

Una de sus pasiones inconfesables (las otras, procuraba posponerlas) era la de asociar cada color a una nota musical, o más bien las estructuras musicales se transformaban en pigmentos y coloraciones cuando la obra así lo mereciese.

¿Por qué una nota musical no se podía asociar a un color o por qué no un color dar viveza a una armónica estructura musical?. Los lenguajes se trascienden unos a otros al igual que el entendimiento acaba a veces por ser un mensajero servil de la sensibilidad.

El arte es una lucha eterna con un comienzo insospechado. Y se va amando a todo aquel y a todo aquello que intenta lo imposible. Lo invisible, lo imperecedero.

Tamizando los ocres, puso su conciencia a trabajar bajo una sutil advertencia: la obra inacabada, siempre será la más bella.

El pensamiento sin barandilla

Acostumbrados como estamos a recibir impactos de noticias, de información, de opiniones, y en definitiva flujos intermitentes de mensajes, estamos absortos en una lucha continua de resolver de forma banal e instintiva cualquier argumento traído al momento que generalmente acaba en una diatriba inútil o una disputa desmerecedora de cualquier atención.

Si quisiéramos hablar de un símil entre un argumento y una ecuación, tendríamos que decir que no resolvemos despejando la variable, sino que tendemos repetidamente a aprender de la prueba y el error, lo que supone la aplicación de la Intuición en un cien por cien de los casos y el razonamiento en un cero por ciento.

Acontece a diario que el mensaje ha adquirido el papel protagonista y omnipresente en todos los medios y canales que tiene de llegar a nosotros. Con sentimentalismo, con parcialidad, irremediablemente tergiversado por la rapidez de su contagio y la inmediatez de su propagación.

Las cabezas pensantes han huido de la realidad que se muestra a la sociedad y no son parte ni partícipes de un establishment que les puede saber a control, adulación o manipulación. Saben que el papel de la pedagogía del conocimiento ha dado volteretas enteras en el aire y se ha quedado en la nube de otros registros que, gracias a Dios, todavía no han conocido dueño ni valor mercantil. Aunque, tiempo al tiempo.

La volatilidad, acrecentada sobre todo en estos últimos años por circunstancias de pandemia han liberado estrategias demoledoras en el ámbito de la privacidad. El sentimiento colectivo, aunque ha liderado una salida más rápida y satisfactoria a los problemas, ha desprotegido al individuo en su individualidad. Situaciones poco halagüeñas hacen que el individuo merme en su capacidad de pensamiento y acción y en circunstancias adversas procure mantener en línea de flote sus haberes más preciados, aún a riesgo de perder sus derechos más esenciales.

Estamos sumergiéndonos ahora parece ser en la segunda vuelta o second ‘round’ donde debe darse el inicio de una recuperación económica que pondrá en evidencia qué es lo que se ha llevado estos años y qué aportación se puede sacar de ello. Veremos qué modelo de sociedad va surgiendo y qué relaciones naturales y no tan naturales estableceremos con nuestros países vecinos y los que no lo son tanto. 

Conoceremos de primera mano si la inestabilidad generará más competencia y más duras condiciones en el día a día, o si más bien el Estado seguirá creciendo, extendiendo su capacidad de incorporar más tareas a las que ya tenía 

Será recomendable comprobar qué nuevas voces tendrán cabida y sobre todo que pensamiento se hará fuerte, si el del someramente fortuito y azaroso por las circunstancias; o el pensamiento sin barandilla, el que permite razonar desde dentro a fuera, libremente, con capacidad de ser interpelado, también desde la libertad y el respeto.

Necesitamos un tiempo que nos haga pensar, pensar como hombres que han experimentado una situación que hasta el momento no habían vivido. 

La sonrisa del abedul

Cuando el amor empieza por el final es como una melodía inacabada y por eso leo los libros de atrás hacía adelante y las citas perdidas siempre conservan el penúltimo número de teléfono.

Así se regodeaba en la extinción del amor como decía, porque nada dura para siempre salvo el alma de los titiriteros.

Tener una imagen fija de su figura, de ondulante traspiés, con la mirada perdida en los rótulos de los balcones adosados era como rebobinar una película en blanco y negro y no acertar a dar con el original de la banda sonora.

Los nombres se los quitaban y se los ponían o se los arrancaban apasionadamente con el gusto del vermú rancio de las calles de Oporto.

Oler a ser lastimado era el juego que más le gustaba y mentía bellamente con argucias de personaje indolente. Eran días aventajados a esa rutina plomiza que amenaza con darte futuros quebraderos de cabeza y de ahí se prendía su risa. Su invariable y contagiosa risa. Risa de abedul, porque los abedules también se ríen, – como reclamaba -al mirar a los sauces llorones.

Apenas había paradoja en ese amor primitivo, que en ocasiones le hacía llorar y otras tantas noches sacudía como una tormenta de primavera.

Continuará…

Del espíritu ginebrino

De nier ce qui est, et d´ expliquer ce qui n´est pas

Rousseau

Rousseau

Es ligera la pluma que detalla en sus últimos escritos como lo es también el reclinar de su pecho sobre el adusto traje que ejerce una lenta presión continuada sobre su corazón. Piensa que es tarde para demostrar a sus coetáneos que la Ilustración no servirá para que el conocimiento alcance la divinidad que todos ellos esperan.

Diderot le ha hecho un flaco favor al volver a prestar ese compendio de conocimiento. Tardará en darle las gracias porque eso significa que también esperará a la hora de persuadirle de que el conocimiento en los sentimientos alcanza un grado mayor de satisfacción que la propia sabiduría en todas las artes.

Hace días que su manía persecutoria de cambiar de lugar de residencia ha vuelto a saltar las alarmas en todos sus amigos. Ellos saben que la orfandad es un estado latente del alma del que nunca llega a librarse uno. Y por ello, juega a moverse de un lugar a otro, sin más ánimo que el de encontrarse a solas consigo mismo, retándose a rendirse al juego de la botánica y la filosofía.

La política, tal y como él la había entendido en sus inicios, la base de ese contrato social, esa soberanía que recaía sobre el pueblo, intuía que estaba llegando a su fin. El comportamiento humano había pasado de su estado inocente y natural a corromperse y vaciarse de todo contenido solidario. Daba por hecho que los días de calma estaban contados y cedía lentamente sus pensamientos a ese vago sueño de inestabilidad frugal que le aparecía en forma de pesadilla.

Había rechazado los últimos encargos, por entender que no formaban ya parte de la esencia de hombre en la que se había convertido. Amaba la libertad por encima de todo. Cualquier intento forzado de limitar su pensamiento o encauzar su vida sería rechazado, con miles de argumentos que nunca se decidía a esgrimir en público. Las narrativas de las que partían los nuevos divulgadores, creyentes en una única verdad, no las podía compartir. Lo mismo que se había entregado a múltiples saberes, exigía que la privacidad de sus últimos designios no fuera impunemente mostrada en cualquier plaza pública, o malinterpretada por sus seguidores en aras de mantener un poder efímero.

La primavera había acortado también sus tratados de estudio. Había decidido volcar toda su energía en dejar por escrito la primera de sus voluntades: llegar al pueblo con una enseñanza que pudiera ser puesta en práctica. Y así escribió: la pedagogía. La reina de las sabidurías. Y volvía con su puño y letra a escribir:

La labor educativa ha de llevarse a cabo al margen de la sociedad y de sus instituciones y no consiste en imponer normas o dirigir aprendizajes, sino en impulsar el desarrollo de las inclinaciones espontáneas de ese niño o niña, facilitándole su contacto con la naturaleza, que a la postre es la más sabia y educativa”.

Identidades

De un tiempo a esta parte, han sido tan intensos los cambios que se han ido produciendo en la esfera social de nuestras vidas que vamos construyendo nuestra realidad y rutina a golpe de rueda prensa, pictograma, pod cast o de forma más rudimentaria, del boca a boca. Es difícil prever la apariencia de ese futuro que día a día se torna tan indescriptible, tan a expensas de instante y de estadística, con ese clima amainado por una política titubeante ante las incertidumbres que siembra el mañana.

Es en este espacio en el que hoy nos movemos, donde las identidades de cada uno de nosotros, también han cambiado. Lo que hasta ahora estaba condicionado por el día a día, que poco o nada se modificaba de nuestros propios pronósticos; hoy nos vapulea con fuerza para decirnos que de nada sirve lo de ayer. Que las voluntades han sido atropelladas para volver a configurar un hombre o una mujer diferente. Que de una u otra manera, el que hoy va a trabajar no es el mismo de ayer y que quien se asoma a la ventana para fotografiar la misma escena que aportaba la calidez de la de monotonía, no la encuentra. Ya no existe.

El hombre está hoy determinado por un movimiento circular y caótico, donde no encuentra un modelo de adaptación con el que identificarse y tampoco permite dar unas claves de cara a establecer estrategias de vida que se traduzca en una historia de principio a fin. Aparecen recovecos de libertad por donde colarse y en gran medida vuelve el arte para dar primicia de este primer momento de ruptura sistemática con todo lo anterior.

Los mecanismos de nuestra identidad como sociedad han reconfigurado un nuevo estatus que ha roto filas con lo que teníamos hace apenas un año y que tímidamente vuelve a tratar de ensamblar personas con intereses comunes.

Surgen nuevos patrones de conducta motivados por la búsqueda de una solución efímera y rápida al problema, que acaba traduciéndose en una acción oposición, o acción reacción. Los referentes emigran hacia otros perfiles con valores antagónicos a los que hasta ahora habíamos sostenido. Los individuos buscan nuevos apoyos con los que ratificar su nueva esencia y presencia.

Asistimos a cambios a velocidad de órdago que difícilmente pueden asumirse con los rítmos de nuestra propia evolución. A pesar de la fingida inercia sobre la que nos movemos, en esas arenas movedizas tarde o temprano se forjarán los cimientos de nuevas generaciones donde esta pandemia habrá sido determinante. El nuevo orden que antaño se configuraba por la resulta de bloques de ganadores o vencidos, aludiendo en general a las guerras, hoy tiene que reconvertirse de forma global y no es tan fácil encontrar piezas similares entre potencias, países, dirigentes, ciudadanos, culturas…que den con la mejor de las soluciones; así como tampoco la pérdida de libertades individuales en pro de un bien común, puede dar respuesta a situaciones complejas.  

Habrá que empezar a conocer las identidades de quienes mañana nos aportarán soluciones. Y esas identidades, ya no son las mismas, ni por mucho, que las de ayer e incluso que las de hoy. Los nuevos modelos de organización catalizarán cambios importantes de cara a salvar a quien más ha podido sufrir en esta nueva realidad. 

Si de tí, poeta

Si de ti, poeta
largos silencios
oyera en tus noches,
el viento me llevaría
frente a tu lamento desnudo.

Y si de arma liviana
vieras cargada mi pluma,
deja pasar a mi alma,
henchida de deseo
por la puerta del misterio.
¿Acaso los poetas son?
La hoja que mece
el cuerpo del que vela
fría apariencia
da a las notas y acordes
en las madrugadas
que saben a recuerdos.

He traicionado tus versos
con los poemas del desatino.
Negra noche de vigía
que alienta fados vespertinos.
¿Acaso los poetas se reconocen?
De tiempo oscuro
hablan las mejillas del mar
cuando tus lágrimas se encierran en océanos.
Aprende libertad
a llamarme por mi nombre
que, envueltos en tempestad,
no encontrarás luz que amaine tu desdicha.

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Latitudes

  La naturaleza ama ocultarse                                                      

Heráclito
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Secuencia de Fibonacci

Un año antes de que se propagase la noticia de que ese incierto verano arrasó con la fortuna de los Valonist, los lugareños quisieron rendir tributo al viejo Melquiades. De estirpe italiana, era el único que no se había visto obligado a viajar para recuperar los elementos de valor esparcidos por el continente europeo de aquellos, sus aguerridos antecesores, comúnmente conocidos por requisar kilómetros de allende, en las colonias francesas.

Le había servido recalar en la pequeña isla caribeña de Curazao para caer en la cuenta de que sus algoritmos basados en la búsqueda de la fórmula de la felicidad le llevaban una y otra vez al huerto de las mil rosas, en frente del campanario de Aruba. Pueblo de comensales y grandes jugadores de cartas.

Si al rozar el viento de la tarde, se veían desfilar sobre tapetes de cartas, a lo mejor del país en apuestas y timbas; Melquiades renunciaba a esos caprichos por estar cerca de esas mil formas de rosas, que tanto había dedicado en tiempo y alma. En su caprichoso desdén, intuía que ninguna era igual a la anterior y que todas eran iguales en su admisible casi perfección.

El color no era un factor determinante que le quitara el sueño, pues había perdido vista en los últimos cinco años, lo que le obligó a contratar los servicios de un artista callejero que pintaba sobre acuarela cualquier modificación de color que Melquíades pasaba por alto.

La cronología del año y sus rosas dependían de una minúscula oscilación de aire que el trópico devolvía para los años de grandes cosechas.

Su interés por la belleza en aquellos años de madurez le habían obligado a perderse en los cabos más septentrionales del país, y allí además de admirar bellezas sureñas comenzó su gusto por alternar las teorías matemáticas y el sentido de lo bello, basándose en la proporción. Cedía su intuición a la inteligencia a cambio de que sus sentidos pudieran sumar nuevas lógicas de juego y así ampliar su conocimiento.

La teoría de Fibonacci descansaba sobre las 237 rosas, que, en sus distintas maniobras y lapsos de floración, admitían un número consagrado a la pura matemática. Los pétalos no fallaban en su configuración, en sus movimientos de caracola, que, aderezado al paso de la luna, siempre era el resultado de una ecuación determinada.

Treinta días. Ni más ni menos. Era cuando tocaba asomarse a ellas, con el rocío de la mañana y procurar con sus instrumentos de medición, afirmar distancias, pétalos, sépalos, formas y proporciones áureas. Una tarea exigente a la que se entregaba con la máxima atención a la hora de distinguir el ombligo geométrico de las flores y sus parámetros.

Los curiosos de Arubar deambulaban por las mañanas por el campanario y al encontrar a Melquíades le observaban por si hubiese algún matiz que les revelara que la ecuanimidad de sus fórmulas pusiera en tela de juicio la belleza de aquellas rosas.

Nada alteraba el orden. La función sobre la que descansaba su esencia se repetía una y otra vez. La naturaleza era dichosa en formas y simetrías, como la atalaya de Curazao, como el remolino de los graneros, como el último huracán que asoló la isla más próxima, …como las 237 rosas de Melquiades.

Los avances que el botánico plasmaba en su diario de armario le fueron fieles mientras duró esa extraordinaria fé en la ciencia, y el calor propio de las latitudes sureñas. Pero todo cambió una tarde de lluvia que trajo la humedad como quien trae los demonios y los malos agüeros. Desembarcó una civilización poco conocida de mujeres y hombres llamados a entenderse entre el fuego y el agua, sirviendo a dioses hasta el momento poco conocidos.

Las loas públicas envenenadas se repetían en el pueblo y Melquiades empezó a sentir el peso de las miradas. Las etiquetas banales y las críticas iban restando acierto a sus teorías, y acrecentaban la duda de sus experimentos.

Quienes conocen la historia, narran detalladamente que a Melquiades le robaron el sueño y así poco a poco también las ecuaciones y funciones de la belleza experimental de las rosas: la naturaleza de sus proporciones áureas.

Lo que siguió a continuación es un misterio que descansa en forma de leyenda bajo las espinas de cada una de las 237 rosas que se helaron inexplicablemente en el día más caluroso del solsticio de verano.